miércoles, 6 de enero de 2010

Impresiones de Pies de Baba

Se robaron mi consciencia. O la perdí. O quién sabe.

Camino aplastando escarabajos, cucarachas, cráneos, tréboles. Olfateando primero, luego viendo, tocando al final. Sintiendo nada. Recordando nada. Viviendo nada.

Y los murmullos, y los consejos, y los insultos que me dirigen son deglutidos por las moscas que caminan en mis orejas. Han intentado golpearme. Me han lanzado piedras mientras bailo la sonata del sapo a la luz de la luna. He amanecido en hospitales, en templos, en ruinas de antiguos imperios. He bebido cloro y comido pan con sal hasta vomitarme las manos. Eso es lo que cuentan. Eso es lo que dicen de mí ahora.

“¡Que lo encierren!” “¡Que lo amarren!” “¡Que lo lleven con el padre!”, dicen mientras me aparezco por el pueblo. Y que me lleven. Y que me encierren, y que me olviden para siempre. Porque yo no los recuerdo, porque yo no los veo, porque me fueron arrebatados el tiempo, la luz, el silencio. Y lo que tengo; lo que dicen que tengo, son un chingo de ladrillos y árboles muertos que nunca han sabido ni olido a nada; aunque para mí sea imposible asegurarlo.

Me robaron, estoy perdido. Una yunta de bueyes me arrastra. Huelen ambos a alcohol, a tabaco, a escrúpulos, a desencanto. Mis gritos no los detienen. Mi llanto no los detiene. Porque ellos ven; porque ellos saben. Me sujetan con fuerza de las manos y no paran. Braman como bestias, jalan como bestias, piensan como bestias. Pero piensan.

Preguntan por qué los alaridos como si no supieran lo que pasó, como si no supieran del hurto. No es porque me revuelquen en la tierra, no es porque traiga los codos reventados, no es porque tenga ganas de hacer cualquier cosa. ¿De qué alaridos hablan? Los alaridos los traigo acumulados en el pecho; comprimidos, compactos, grávidos. Ahí están. Nada ha salido.

Se detienen frente al palacio de concreto. Me han traído aquí de nuevo, a lo que es mío; a lo que dicen que es mío. Adentro encontraré a dos hombrecillos incapaces de decidirse entre llantos o carcajadas, que me gritarán saltando que tienen hambre, que quieren leche, que tienen sueño. Que me jalarán de las ropas y de los pelos conduciéndome de un lugar a otro, como si fuera yo una especie de dios-guía, como si fuera mi deber; como si fuera mi obligación entender todas estas payasadas.